A sus 83 años ha sido testigo y protagonista privilegiado de algunos momentos claves en la historia del cine. Por la vida de Fernando Birri (Santa Fe, 1925) -colmada de pasión, películas y vivencias- han pasado los forjadores del neorrealismo italiano (Zavatinni, De Sica, Rossellini) y del llamado Nuevo Cine Latinoamericano (Gutiérrez Alea, Glauber Rocha, García Márquez). Maestro de generaciones de cineastas en las aulas de la Escuela Documental de Santa Fe y la Escuela de Santiago de los Baños -centros de formación audiovisual que fundó y condujo-, ha dirigido clásicos del cine latinoamericano como Tire Dié (1958) y Los inundados (1961), contundentes retratos de denuncia sobre la marginación social que perfilaron toda una tendencia dentro del cine latinoamericano. El año pasado lanzó «Soñar con los ojos abiertos» libro que reúne los treinta seminarios que dictó en la Universidad de Stanford (EE.UU.) y se mantiene en actividad a través de una fundación que lleva su nombre. A su extensa trayectoria cabe agregar que Fernando Birri es todo un personaje. Aprovechando su paso por el Festival de Cine Latinoamericano de Providence el año 2006, el director de Días de Santiago, Josué Méndez sostuvo una extensa y estimulante conversa con el legendario cineasta argentino, que aquí reproducimos en su integridad. Toda una lección de cine para ustedes.
1. Las primeras imágenes y el nacimiento de una vocación
2. Memorias del Neorrealismo
3. Zavatinni – De Sica
4. Una promoción de cineastas latinos
Las primeras imágenes y el nacimiento de una vocación
Quería para empezar que me cuentes un poco de tu formación. ¿En tu época cómo sale la idea de estudiar cine o hacer cine? ¿Cómo decides formarte, qué camino decides tomar en tu juventud?
Bueno, es una buena pregunta que me obliga a mirar para atrás y me doy cuenta que parte de todo lo que pude hacer después nació, como pasa casi siempre, de una carencia, justamente por cómo aprender a hacer cine. Yo ya había hecho fundamentalmente teatro, pero un teatro de títeres, desde los 10 años trabajé en eso. Aparte de ese arte de titiritería también escribía y pintaba. Porque yo vengo de una familia de pintores, mi papá y mis tíos eran pintores. Después todo esto me llevó a fundar el primer teatro universitario en la Universidad del Litoral, cuando ya estudiaba abogacía. De ahí, ya casi como una secuencia obligada, formando parte de un movimiento de intelectuales y artistas que estaban bastante a la vanguardia para la época, estoy hablando de los años 40 más o menos, apareció el cine como una necesidad.
¿Había cine clubes? ¿Cómo era el acceso al cine?
Había un cine club, el cual lo fundé yo, que se llamaba Cine Club Santa Fe. Lo fundé con un grupo de amigos y compañeros de la Universidad del Litoral, y fue el primer cine club de la ciudad.
Pero antes de eso, ¿ya habías visto mucho cine?
Sí, muchas películas. Mira, la primera película que recuerdo es El cantor de jazz con Al Jolson, qué cosa increíble, la vi en las rodillas de mi padre. Los domingos la familia iba al cine, era un rito, a mi padre le gustaba mucho el cine, era muy cinéfilo, invitaba a los actores a la casa a almorzar y sabía los nombres de todos los actores norteamericanos. Fundamentalmente todo el cine que veíamos era norteamericano, con un agregado que todavía tengo presente, que es que había como un cierto desprecio por el cine argentino. Nosotros éramos una familia pequeño-burguesa de orígenes proletarios. Mi abuelo era un campesino anárquico que salió expulsado de Italia con las manos esposadas, lo pusieron en un barco y lo mandaron fuera y el barco resultó ser argentino. Mi familia, de una condición campesina en Italia, pasó a una condición de obrero-ciudadana en Santa Fe, porque mi abuelo había sido molinero en Italia, tenía un campo de trigo y hacía harina. Pasa a la Argentina y forma parte de un proletariado urbano, es decir es albañil, y su hijo, que es mi padre, en cambio, hace el famoso salto que existe en América del Sur: va a la universidad y forma parte de la primera promoción de doctores en Ciencias Económicas y Políticas de Santa Fe, lo cual en Europa hubiera sido absolutamente imposible. Era increíble, siendo hijo de campesinos.
Bueno, de esa familia nazco yo y de alguna manera hay como un prejuicio contra el cine nacional, que se comentaba en la familia, era «una cosa de negros». No entendía bien esto, pero además yo iba todos los días al cine a la función de matiné, iba a varios cines pero especialmente a uno que se llamaba Cine Doré, al que también se le conocía como la piojera porque era un cine de gente de barriada, y ahí se pasaba mucho cine argentino. Entonces yo me formé en esa especie de contradicción, en un medio ambiente que veía al cine argentino por encima del hombro, mientras que yo mismo veía todo ese cine. Bueno, para terminar, la idea de hacer cine nació en un determinado momento de mi adolescencia, justamente de todo este caldo de cultivo me parecía que hacer cine era una cosa coherente con todo lo que había hecho hasta ese momento.
Cuando somos niños vemos cine desconociendo que existe un director detrás, que el cine expresa ideas, que hay una visión detrás de todo. Después viene un momento en que rompemos esa inocencia y te enteras de que hay un director, una fotografía, una puesta en escena. ¿A qué edad, en qué momento te llegó esta conciencia?
Mira, en realidad yo crezco en la opinión generalizada del cine de actor, es decir, los nombres que uno aprende son los nombres de los actores, no de los directores. Y empiezo a conocer los nombres de todos los actores, y refino mi gusto por el cine en un grupo de poetas que se llama “Espada Lirio”. Es un nombre que viene de dos versos de Lorca: «en el aire se batían las espadas de los lirios». De ahí este grupo de poetas se auto bautiza como Espada Lirio. Y allí se habla y se sabe bastante de cine, se conoce también en Argentina de los movimientos cinematográficos, digamos, de la «gente culta». Se empiezan a generar otros cines clubes, en Buenos Aires naturalmente, y también una bibliografía cinematográfica. Y de esta manera cae en mis manos un libro que es nada más y nada menos que una traducción de las lecciones que hace Eisenstein en la escuela de Moscú, un libro hermoso: «El Sentido del Cine». Era, aunque no lo creas, una edición hecha en Argentina, traducida directamente del ruso, y si la memoria no me traiciona, la traducción era de la mujer rusa de un director argentino, que creo que era Saslavsky, y tengo el libro muy presente, que inclusive tenía una página en papel brillante, satinado, que vos la abrías y era una secuencia de Alexander Nevsky donde está en la parte de arriba la secuencia fotográfica con las lanzas de los teutones que se asoman en el momento que van a combatir con los soviéticos, y en la parte de abajo el pentagrama de Prokofiev, que establece una especie de metáfora sincrónica entre las imágenes y el sonido: en el fotograma se ven las dos lanzas con banderolas que se asoman en el horizonte y en la partitura Prokofiev hace dos notas que son como las dos lanzas de la imagen. Para mí fue una revelación tan grande, fue como abrirme a un mundo totalmente inédito y desconocido. Me devoré el libro, después lo he seguido leyendo toda mi vida, y fue la primera lección de cine que tuve. Pero, haciendo un salto de montaje, cuando quise aprender cine, no había dónde. En Santa Fe no existía. Entonces coincide con que yo me voy a Buenos Aires e intento ir a un estudio de cine, Argentina Sono Film concretamente, para pedir que me dejen ver cómo se hace una película. Inclusive me ofrezco para barrer el estudio, con tal de poder ver cómo se produce, pero por supuesto que me sacaron de un escobazo a mí.
¿No había ninguna escuela de cine en esa época, ni a nivel argentino ni latinoamericano?
No había, ni a nivel santafesino, ni a nivel argentino, ni a nivel latinoamericano, no existía. Bueno, entonces me voy por razones de tipo político y personal, el país se había vuelto bastante irrespirable para mí, me voy de la Argentina en los años 50, y entre las finalidades de ese viaje está ir al Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma
¿Para esto en Buenos Aires ya se había visto algo del neorrealismo italiano?
Ese era el momento en que empezaba eso, y no se había visto casi nada. Habían llegado las primeras, inclusive ni siquiera del neorrealismo; habían llegado películas como por ejemplo La Corona di Ferro de Alessandro Blasetti, que no es del neorrealismo sino una película previa, mientras que de las películas neorrealistas lo primero que había llegado era Cuatro pasos en las nubes, una hermosa película que de alguna manera todavía no era uno de los grandes capolavoros del neorrealismo, y también Roma, ciudad abierta que cuando la vi me dije: “si con el cine se puede hacer esto, yo quiero ir a donde se aprende a hacer esto”. Y esa fue la razón, junto con las razones políticas, por la cual me fui a Roma.
¿Habiendo terminado los estudios de derecho?
No terminé nunca, lo mandé al carajo al derecho. El final de mi carrera de derecho fue agarrar los libros y tirarlos contra la pared como Lutero contra el diablo, y dije: «yo con esto no quiero saber nada más». Fue quizás porque secretamente yo intuía que si realmente me recibía de abogado, tenía el buffet de mi padre, y ya de alguna manera me comprometía para toda la vida a hacer cierto tipo de cosas. La verdad que fue muy doloroso. Ahora te lo cuento y nos matamos de la risa, pero fue un momento angustioso, tremendo, las opciones, la encrucijada, dos vidas, dos destinos, pero no me arrepiento de haber tenido que elegir, a pesar de todo lo que vino.
¿Y el Centro Sperimentale de Roma ya era conocido?
Era famoso, pero yo no fui directamente al Centro. Primero me fui a Italia, pero de Italia me pasé a París porque quería ver qué es lo que se estaba haciendo. Como buen argentino, París es París, entonces fui al IDHEC (Institut des Hautes Etudes Cinematographiques) que también ya era famoso, más famoso que el Centro.
Eran las dos escuelas de cine famosas: El IDHEC y el Centro, ¿cierto?
Claro, en Europa. Pero al final decido que la que más me interesa era el Centro Sperimentale aunque, en realidad, lo que me interesaba era el neorrealismo. Y elijo el Centro Sperimentale porque está en Italia y, como he dicho muchas veces, yo no fui a Italia, yo fui al neorrealismo, yo fui al tipo de propuesta cinematográfica que me había realmente deslumbrado y que después en Italia se confirmó.
Memorias del Neorrealismo
¿Tú crees que me puedas contar un poco del prestigio que tenían ganados el IDHEC y el Centro Sperimentale? ¿Su historia y su tradición?
Yo recuerdo que existían ambas desde hacía mucho tiempo, pero puedo contar mejor de lo que conozco, que es del Centro. Fue fundado durante el fascismo con Mussolini, lo cual es una contradicción. Mussolini tenía un hijo, Vittorio, al que le gustaba el cine. Entonces Vittorio convence al padre de que tiene que hacer una ciudad del cine, y el padre –aunque puede ser también que haya entendido la importancia del cine– dice que sí y se funda esta gran empresa, la Cinecittà. Esto ocurre creo que en 1937, porque para la guerra esto ya estaba. Entonces, la contribución más grande fue que Mussolini decide crear Cinecittà, pero su hijo Vittorio, que impulsa todo esto, se rodea de un grupo de intelectuales que amaban también el cine, muy destacados, todos de izquierda, con toda su formación marxista-leninista-gramsciana, pues todos vienen de Gramsci, y te puedo dar dos nombres: Umberto Barbaro, teórico del cine italiano, un tipo importantísimo, y Luigi Chiarini, que es el director del Centro cuando yo llego y con el cual hago mi examen de admisión. Cuando Chiarini me pregunta sobre qué película quiero hablar, y yo le digo Citizen Kane, el tipo quedó asombrado de que este pseudo-indio, que venía del profundo sur, viniera a hablarle de una película que a ellos los había deslumbrado. En italiano la película se llamaba «Quarto Potere», y no hacía mucho tampoco que se había estrenado.
Los describes a ellos como de izquierda, «gramscianos». ¿Qué particularidades conlleva eso?
Ellos eran marxistas-leninistas, pero a través del filtro de Antonio Gramsci, el gran teórico del marxismo italiano. Un hombre increíble realmente, al que Mussolini lo puso en la cárcel, y que en la cárcel escribió sus tratados marxistas, en los cuales hay una importancia fundamental sobre todo el problema estético. Él es el hombre que propugna una estética nacional popular. Gramsci es el hombre que impulsa, que descubre para Italia, que funda, digamos así, una estética nacional popular, que está en la raíz de toda la formación cultural de la Italia de la posguerra. Cuando termina el fascismo, y por esto Italia es grande en la posguerra, ocurre como un movimiento de la ola al contrario, un movimiento sentado en una estética nacional popular, y esto está presente en la literatura en un novelista como Vasco Pratolini por ejemplo, está en la poesía, en la pintura con un pintor como Guttuso, por ejemplo, y está en el cine en todos los grandes maestros del neorrealismo, porque la estética del neorrealismo es la estética de lo nacional popular de Gramsci, que tiene, entre otros méritos, el de no ser una estética obsequiosa de las formas dogmáticas del marxismo. Todo lo contrario, aun siendo un marxismo muy coherente, serio y riguroso para la época, al mismo tiempo es un marxismo no-dogmático, y creo que esa fue la salvación de todos nosotros. Salvación de ellos desde ya, pero también salvación nuestra, porque además toda mi generación de latinoamericanos, y te estoy hablando de García Márquez, de Gutiérrez Alea, de Glauber Rocha, y de tantos otros, se termina formando en esta concepción de inspiración marxista pero al mismo tiempo con una gran libertad, que nos lleva a todos, cada uno a su modo y con su estilo, a reelaborar este concepto de manera absolutamente abierta. Es un momento brillante, es un momento hermoso, y participamos todos de esto con mucha pasión.
¿Y los italianos del neorrealismo también se habían formado en el Centro o ellos venían de antes?
No, los italianos se formaron en la calle. Se habían formado en el «caldo de cultivo» digamos así. En el Centro el único de los grandes nombres fue Antonioni. Antonioni hizo su trabajo como ex alumno del Centro Sperimentale. Pero de los otros grandes, por ejemplo De Sica venía directamente de «la gaveta», como se dice, venía de la práctica, de la actuación, del teatro de variedades, él cantaba. Y Rossellini -a pesar de que todas eran personas cultas, que lo que estaban haciendo lo hacían concientemente y no improvisaban- tenía una formación que no era escolar ni académica. Cuando yo llego a Roma justamente después de haber visto «Roma, ciudad abierta», que fue una revelación realmente, veo Ladrón de Bicicletas, me acuerdo, en un pequeño cine de barrio cerca de la iglesia de San Pedro. Veo también La tierra tiembla de Luchino Visconti; entré al cine a las 2 de la tarde y me fui a la 1 de la mañana, la volví a ver todo el día. Fueron películas que, te repito, la única palabra que puedo usar es «revelación», eran revelaciones. Y esto es a pesar de que en los cineclubes de Santa Fe habíamos visto mucho y muy buen cine. Por ejemplo, ya habíamos visto todo el expresionismo alemán, que también había sido una revelación impresionante, El gabinete del Dr. Caligari, Murnau, Metrópolis de Fritz Lang por ejemplo. Cuando nosotros llegamos al neorrealismo, no llegamos vírgenes, llegamos ya con un bagaje en primer lugar de cine norteamericano, después de algunas películas argentinas, y después fundamentalmente de mucho cine francés. Habíamos visto para arriba y para abajo todo el naturalismo francés. Habíamos visto con mucha atención a Renoir, Carné, Clair. Todas estas cosas las habíamos visto realmente en profundidad.
Cuéntame un poco del Centro, de la formación, ¿cuál era la magia que cocinaban ahí?
No te voy a decir la magia, pero te voy a decir la salsa. La salsa era una gran libertad. El método del Centro era el de no ser una escuela autoritaria. Ellos tenían sus parámetros y también un gran rigor, dos cosas. Pero igual, el Centro a mí no me dio mucho, a mí lo que me dio mucho fue el neorrealismo y la cultura italiana en general. Además, el Centro yo lo tomé cuando Chiarini ya se estaba yendo, por razones políticas, como era un hombre de izquierda y en ese momento había un conflicto muy grande, una lucha entre la democracia cristiana y el partido comunista italiano, y la democracia cristiana era la onda oficialista -el gobierno, los ministros estaban todos en manos de la democracia cristiana-, pero la fuerza del partido comunista era mucha, entonces no se podía ignorar a esa otra realidad. Pero al final los que mandaban, los que tomaban las decisiones, eran los demócratas cristianos, al poco tiempo después que yo ingresé, a Chiarini lo barrieron y vino un pequeño professorino de provincia, un enanito siciliano que ni siquiera vale la pena recordarse el apellido -aunque me acuerdo-, y que era un democristiano muy limitado. No era una mala persona, pero desde el punto de vista intelectual, cultural, era como un cero a la izquierda.
Y entonces nosotros un poco íbamos absorbiendo más del ambiente cultural italiano, de los mismos maestros, había maestros muy buenos. Teníamos un maestro de montaje que era May, que escribió varios libros de montaje, era estupendo. Había un profesor sobre todo que fue el que más nos influenció a nosotros que era Mario Verdone, profesor de Historia del Cine, un profesor cuya pasión real no era el neorrealismo. Él era un profesor que amaba el futurismo, y tan es verdad que después que se fue del Centro, estos últimos años, te hablo de hace 20, 30 años, se dedicó a escribir fundamentalmente libros sobre el futurismo. Él tiene unos libros impresionantes. Y ahora yo también quiero agregarte, porque un recuerdo trae a otro, que en la biblioteca de mi padre por primera vez leí «El Manifiesto Futurista» de Marinetti, y para mí esa fue otra de las constancias, de los imputs, como para hacerte crecer desde el punto de vista estético. Quizás todo esto me salvó, pero a mí me gustaría decir «nos» salvó, porque pienso que es una historia que se repitió en otras partes de América Latina, esto de caer en tentaciones dogmáticas que te hacen creer que la verdad está solamente en una parte y cerrar los ojos y las orejas a la verdad de los otros. Y aunque aparentemente parecía ser muy contradictorio el futurismo y el neorrealismo, secretamente había vasos comunicantes. Me perdonas si digo aquella frase de Marinetti: «Un automóvil de carrera es infinitamente más bello que la Victoria de Samotracia». Era una frase de una provocación impresionante. El futurismo es de 1911 más o menos, y sin embargo hay una dosis de coraje, de audacia, de insolencia y de desprejuicio frente a la realidad, que al final son como constantes de todos aquellos movimientos que han aportado algo a la historia del arte, de la cultura, a la historia de la civilización. Yo creo que realmente en un profesor como Verdone hubo mucho también de esa incitación a pensar con tu propia cabeza. Él no era un hombre que formara parte de esta estética militante, de izquierda, era un tipo muy inteligente, muy amplio, lo es todavía a los 86 años, sigue siendo una persona lúcida, sigue escribiendo, sigue haciendo conferencias, interviniendo en todo.
Cuando inauguramos la Escuela de Cine de Cuba, la primera llamada telefónica que hicimos fue a Zavattini, para inaugurar el teléfono de la Escuela. Estábamos con García Espinosa, y me dice: «Bueno, ¿y ahora a quién vamos a llamar?», y yo digo «vamos a llamarlo a Zavattini», sólo para ver si funcionaba el teléfono. Lo llamamos y apareció el viejo al otro lado, que nunca decía ni hola ni nada, decía «Viva!». «Mira, te llamamos de la Escuela de Cine de Cuba, acabamos de inaugurarla…», y a la inauguración de la Escuela invitamos a Mario Verdone, y vino, trajo unas medallas de reconocimiento para Gabo, para Gutiérrez Alea y para mí.
Extra: Vean este estupendo documental sobre el maestro Birri, «Donde comienza el camino» (2005):
Zavatinni – De Sica
Cuéntame de Cesare Zavattini.
Contarte de Cesare Zavattini es abrir un capítulo infinito. Te respondería con el título de uno de sus libros. Él publicó varios «librillos», y no lo digo en sentido peyorativo ni diminutivo sino porque eran libros pequeños con poemas breves, prosas poemáticas. Era un tipo absolutamente lo menos convencional de este mundo, lo más anticonvencional, un «revolucionario», vamos a usar esa palabra, una palabra tremenda. Ahora usar esa palabra cuesta mucho porque ha sido tan desvirtuada, tan manoseada, tan degenerada que ya no existe esta palabra casi, pero la verdad es que él era realmente un artista revolucionario en el sentido más amplio de la palabra. Y revolucionario no en el sentido de una militancia política, no, sino un revolucionario realmente dentro de sí mismo, o sea más allá de cualquier esquema de tipo político. Era un hombre que naturalmente se identificaba con lo que en ese momento era un mundo de izquierda, un mundo progresista con aspiraciones comunes, o si tú prefieres, comunista, pero sin etiquetas. Esa fue la cosa que, repito una vez más, nos salvó a todos de caer arrastrados después cuando cayó toda la fórmula retórica de un comunismo hueco que no servía para nada. Y no sólo no servía para nada sino que había traicionado realmente sus principios fundamentales. Entonces Zavattini era inagotable, y en estos pequeños libritos, uno de los títulos era «Yo soy el diablo». Bueno, eso era Zavattini. Zavattini era el diablo. Era un tipo que realmente representaba toda la anticultura, contra convencional, lo menos previsible, lo más increíble, una figura hermosa. Tenía alteradas todas las casillas. Si tú te acuestas a las 11 de la noche y te levantas para escribir a las 7:30 u 8 de la mañana, Zavattini era al revés: te recibía a la 1 de la mañana en su cama, por ejemplo, donde estaba escribiendo, con un camisón blanco y un gorro con un pompón. Es el más demencial de las personas cuerdas que he conocido en mi vida, porque tenía una súper cordura, una súper lucidez. Por esto la gran lección de Zavattini es entender que más allá de todas las violaciones, más allá de todas las operaciones -digamos así- anticonformistas, de toda la destrucción de tabúes que te impone el mundo contemporáneo como cánones lógicos, lo que hay de fondo es la realidad tal como es, no como te la quieren hacer creer. No sé si me explico. Es decir, en una operación aparentemente demencial, al final lo que hay es la sabiduría, la verdadera sabiduría, no la sabiduría convencional, no el mundo como te quieren hacer creer que es, sino el mundo como realmente es y como de alguna forma debería ser. Ese fue Zavattini.
¿Fue la fuerza más inspiradora del neorrealismo?
Totalmente. Sí.
¿Más interesante que Vittorio De Sica?
Bueno, eran dos cosas distintas. De Sica no quería ser eso, entonces no era uno más que otro. Cada uno en lo suyo; eran dos cosas diversas. De Sica era un actor con mucho talento, un cantante, un galán, una persona con mucho charm, con una gran sensibilidad, impresionante, napolitano y por lo tanto con un sentido histriónico de la vida también tremendo. Se representaba a sí mismo todo el tiempo, él estaba actuando a ser Vittorio de Sica todo el tiempo, y eso era hermoso porque además lo hacía con la conciencia de serlo, no lo hacía como un zonzo, lo hacía sabiendo que lo hacía y conocía bien sus puntos. Entonces, si me lo pones ahora en paralelo con Zavattini, para pensar el cine de los dos, no se puede pensar en uno sin el otro, en el cine que hacen, es decir…
Era realmente de los dos…
Era de los dos, y era de los dos en el sentido más profundo, más rigurosamente profesional. Cada uno tenía su rol y respetaba el rol del otro. Me acuerdo siempre, yo fui asistente de De Sica en una película que se llama El techo.Todo lo que sé sobre actuación lo aprendí viéndolo trabajar a él como director de cine. Era un director que hacía todos los papeles de todos los actores, de todos los personajes, hasta si pasaba un perro lo hacía al perro también, cualquier cosa era un personaje. Y me acuerdo siempre de un momento en el rodaje de esta película. Estábamos filmando en París, había una villa miseria improvisada, inventada para la película, pero había otra de verdad, y la historia en pocas palabras es de una parejita que se casa, no tiene casa y se hacen una casa, pero para que la policía no se la destruya tienen que ponerle el techo antes de que amanezca. Como historia ya es hermosa, y vemos en la película cómo todos los vecinos ayudan para que esta casa llegue a tener su techo antes del amanecer. Bueno, hubo un momento en que la película tuvo un impasse. Y me acuerdo que yo estaba en un parque que quedaba por ahí cerca, y entonces veo que De Sica, que andaba siempre muy elegante, con la solapa del sobretodo alzada, porque hacía frío, se acerca al teléfono y empieza a hablar, y habla y habla. Yo era un muchacho joven, todavía no sabía bien quién era este personaje. Haciéndome el que tomaba un café, me acerco para escuchar, y me doy cuenta que estaba hablando con Zavattini. Estaban justamente discutiendo por teléfono cómo resolver la escena que se había arenado, que se había empantanado, porque había algo que no funcionaba. Bueno, me acuerdo que terminó esa conversación, colgó, fuimos y terminó la filmación. Me imagino -esto lo invento yo-, que lo logró seguramente gracias a alguna sugerencia que le hizo Zavattini desde el otro lado. Zavattini era famoso en Italia porque lo iban a buscar un productor, un director, para hacer una película, y entonces él les decía: «Bueno, ¿cómo quieres hacer? ¿Qué es la película que quieres hacer?». «Bueno», por ejemplo le respondían, «yo quiero hacer una película sobre un muchacho que estuvo en la guerra y vuelve y está despistado y tiene un drama…», y empezaban a decir más o menos lo que querían hacer. Entonces él tenía un archivo impresionante, con papelitos escritos con ideas para películas, no sé, un millón de películas escritas ahí, y como los italianos a veces pueden ser muy malignos también, contaban como anécdota que después de que este productor o director le explicaba más o menos lo que quería hacer, la última pregunta que él le hacía era «¿con perrito o sin perrito?». Así que bueno, Zavattini era una fuente permanente de invención.
¿Y enseñó en el Centro?
No. Por eso te digo, el mejor momento del Centro ocurrió antes que llegáramos nosotros. Cuando llegamos, se acabó. Ya empezaba el Centro de la Democracia Cristiana.
Una promoción de cineastas latinos
¿Y con qué otros latinoamericanos coincidiste en el Centro?
Yo fui el primer latinoamericano en el Centro, junto con otro primer latinoamericano que era Rudá Andrade, un brasilero, hijo del poeta Andrade de Brasil, una persona adorable, un chico muy jovencito. Fuimos los dos latinoamericanos que estuvimos en el Centro. Al año siguiente llegaron Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa, y poco después fueron llegando otros como por ejemplo Glauber Rocha de Brasil. Pero casi todos eran como hijos espurios del Centro porque no terminaban su carrera, pasaban por ahí nomás, asomaban un poco la nariz. La comunidad latinoamericana era muy rica y muy vivaz y éramos todos realmente muy amigos y nos queríamos mucho y participábamos juntos de las cosas. Yo me acuerdo siempre, por ejemplo, de uno de los momentos más bellos, ya casi al final de mi estadía romana, porque yo estuve del 50 al 55 en Roma, seis años, y ya casi al final, unas semanas antes de venirme, De Sica y Zavattini estrenan en el Cine Barberini de Roma Milagro en Milán. Una película hermosa, heterodoxa, que no tiene nada que ver con la ortodoxia del neorrealismo tradicional, una película donde los mendigos vuelan en escobas. Y esto me ayuda también a explicarme mejor con respecto a lo que te decía de la estética gramsciana, que está aquí, subyace a todo esto, pero no es un dogma. Por eso es que estoy en contra de esos estúpidos del movimiento que hace algunos años surgió, se pusieron «Dogma» a sí mismos. Un movimiento artístico que se bautiza a sí mismo como «Dogma», esto es una contradicción estúpida, tan estúpida y tan idiota como fueron ellos, que en definitiva usaron todo eso para auto promoverse, sin ningún rigor intelectual ni estético ni político, nada de nada, un pretexto simplemente para hacer un poco de ruido.
Cierro el paréntesis, vuelvo a lo otro: se estrena «Milagro en Milán» en el cine Barberini y está todo el cine de Roma, está Anna Magnani, está Rossellini, está todo el mundo metido en ese cine esa noche, y entre los que están también hay dos monitos que somos Gabriel García Márquez y quien te habla. García Márquez pasó por el Centro, aunque sólo lo olió. Lo que hizo, y él mismo lo escribió, fue agarrar la soga para una filmación que se hacía en la calle de una película de Alessandro Blasetti. Él sólo sostenía la soga para que la gente no invadiera el lugar donde estaban filmando, ese fue todo el aprendizaje de cine de García Márquez. Bueno, entonces cuando terminó «Milagro en Milán», hubo un aplausito, no muy entusiasta porque la gente quedó muy desconcertada con la película, que se salía del neorrealismo convencional. Pero en el frente del cine, mezclados con la gente, Gabo y yo saltábamos y nos abrazábamos como locos, felices, porque finalmente habíamos encontrado la película que hubiéramos querido hacer. Realmente nos pareció una película tan hermosa e innovadora, una conjunción de tantas cosas con las que habíamos soñado, una ideología de izquierda militante, una fantasía totalmente desencadenada, híper libre, todo eso, y realmente la película era un manifiesto estético. Después, con el tiempo, la película fue revalorada, revalorizada, pero esa noche, me animo a decir que entre las personas que realmente vivieron esta película como una especie de experiencia única y anticipatoria de muchas cosas que iban a venir después, estábamos nosotros dos. Cuando yo filmé mi adaptación de Un señor muy viejo con unas alas enormes de Gabo, en parte está también presente la lección de «Milagro en Milán».
¿Trabajaste con los otros maestros del neorrealismo también? ¿Trabajaste con Roberto Rossellini en algo?
No. A Rossellini lo conocí, fui su amigo, estuve con él en su casa, teníamos un proyecto latinoamericano muy interesante con él. Lo que pasa es que a Rossellini le dan el Centro Sperimentale en un momento de gran crisis, en el 68, un Centro totalmente decaído, que prácticamente ya no tiene más significado. Lo nombran director, y Rossellini en una gestión muy breve intenta rescatar esto. Yo me acuerdo siempre de cuando su hijo, Renzo Rossellini, que es muy amigo mío y lo quiero mucho y es productor de cine, me vino a buscar y me dijo: «mi padre está buscando cambiar un poco la fisonomía del Centro Sperimentale». Renzo se identificaba mucho con el Nuevo Cine Latinoamericano, había distribuido nuestras películas, películas de Solanas, de Sanjinés, etc., y entonces dijo: «¿por qué no vamos a verlo esta noche a ver qué le podemos proponer con respecto al cine latinoamericano?». Pensamos un poquito un plan. Ya ahí la idea no era solamente el cine latinoamericano sino el cine del así llamado Tercer Mundo. Yo ya había estado con Roberto en París, cuando habíamos llevado una película en la que yo había trabajado como actor, y de la cual era guionista, que se llamaba Sierra Maestra, y la habíamos montado con Rossellini en París, habíamos ido a almorzar juntos y todo. Y bueno, fuimos a hablar con Roberto, una persona muy cariñosa, muy informada, de una sencillez desarmante, un tipo que hubiera estado sentado aquí con nosotros así hablando como hablamos nosotros dos… y hablamos del proyecto y le gustó la idea, dijo: «bueno, vamos a ver cómo podemos darle forma a esto». Pero él duró poco, no le interesaba mucho aquel Centro Sperimentale, así que al final eso no se hizo. De manera que con él digamos que hubo una relación en el plano humano pero no en el plano profesional. Después en cambio, de estos directores que me estás preguntando, de los cuales tuve contacto con casi todos prácticamente, también con Antonioni, una persona que quise mucho y respeté mucho, pero siempre a distancia en este caso. Pero en cambio con quien trabajé de veras como asistente suyo fue con Carlo Lizzani. Con Carlo Lizzani hicimos Ai margini della metropoli, una linda película, y como pasa siempre con los directores italianos, aún en películas que no son obras maestras, siempre hay una dignidad, siempre hay un nivel y sobre todo hay una factura de película bien hecha. Y con él esa relación se ha mantenido y sigue todavía. Cuando él fue director de la Mostra de Venecia justamente tuvo el gesto hermoso y generoso, y de alguna manera sobre todo de coraje, de haber llevado Org. Él la llevó a Venecia, se presentó durante su gestión, pero fue un escándalo impresionante.
Los italianos que vienen después, Pasolini, Bertolucci, Fellini, ¿pasaron también por el Centro?
No, no.
Todos ellos se formaron como asistentes de los grandes de la generación anterior ¿no es cierto?
Como asistente del asistente del asistente. Y por otra parte como una gente que perteneció a una cultura amplia, leyendo mucho, viendo mucho cine, en contacto personal con los maestros del cine. Bertolucci es un ejemplo. Bertolucci, a quien quiero mucho y con quien compartimos esos años, es una persona que realmente tuvo una carrera deslumbrante, es hijo de un gran poeta, entonces ya viene de una tradición cultural grande.
Pero es fascinante esta formación como asistentes de los grandes directores, porque creo que –a este nivel por lo menos–, no se ha dado históricamente en otros países, salvo en Italia y en esa época.
Sí, ellos se forman como asistente del asistente del asistente del director, porque no es que entran de frente como asistente del director. Pero lo que creo es que esto se explica fundamentalmente por una razón: lo que ellos aprenden de esta manera –y ojalá me entiendas bien–, es una técnica, es el cómo hacer, que también implica un lenguaje, pero el qué decir, que es la otra parte del problema, lo llevan ya en su propia cultura, con todas las preguntas, las respuestas o la necesidad de respuestas que no tienen todavía, que les da su sensibilidad cultural, su sensibilidad artística.
O sea, bajo ese punto de vista, fue todo una gran coincidencia.
Bueno, esa es la gran palabra, así es. Ahora también eso en parte determinó lo que yo siempre creí: que una escuela no te puede dar lo que llevas dentro, pero te va a dar las herramientas para que tú puedas sacar de ti lo mejor que tienes. Por eso siempre soñé y trabajé, sea en la Escuela de Documental de Santa Fe, sea en la Escuela de Tres Mundos que fundamos en Cuba, por una autoconciencia, por una escuela antirrepresiva, no represiva, liberatoria. La escuela como una experiencia de liberación de lo que tú mismo ya llevas dentro, y de enriquecimiento a través de todo lo que te puede dar que es información y formación, las dos cosas juntas, pero partiendo siempre de un principio, de eso que decía el otro día: «en arte, la libertad ante todo», el manifiesto de Bretón. Las escuelas que yo intenté hacer tuvieron siempre ese principio.
Me parece que la mayoría de los grandes directores del Nuevo Cine Latinoamericano se formaron afuera, ¿no es cierto? En Italia estuvieron Glauber Rocha, Gutiérrez Alea, tú; en Francia se formó Nelson Pereira dos Santos. ¿Tiene esto algún significado?
Yo no estoy tan seguro de lo que tú dices, habría que verlo director por director. Pero creo que mejor vamos a ponernos de acuerdo en una cosa. Posiblemente la respuesta puede ser afirmativa o más afirmativa si entendemos por «formar» no una formación escolástica, sino una formación mucho más amplia, una asimilación cultural de técnica y de estética que en parte sí, vino del extranjero. Efectivamente, muchos nos formamos afuera, pero nos formamos, como te dije antes, en la adquisición de las herramientas técnicas del lenguaje, y quizás también en la transposición o adopción de algunas claves estéticas e ideológicas. Pero creo que lo que nos nutrió, y lo que nos nutre hasta el día de hoy a los directores que seguimos de alguna manera trabajando en función de una cinematografía nuestra, continental, latinoamericana, sale de nosotros mismos, sale de la misma profundidad de nuestra realidad.
¿Juega alguna importancia entonces el salir de nuestra realidad para desde afuera intentar llegar a ella y conocerla en toda su profundidad? ¿Te parece necesario?
No sé si sea necesario pero sí sé que es útil. No sé si sea imprescindible, pero sí sé que es útil. Simplemente por un fenómeno de perspectiva. Cuánta gente inclusive descubrió su propia identidad frente a un espejo que negaba su imagen, como puede ser un espejo que no sea el de su propia cultura. Es la famosa operación del distanciamiento brechtiano, cuando Brecht en su teatro plantea el distanciamiento del espectador con respecto al espectáculo. En esta pregunta está reflejada la misma problemática. Es decir, el distanciamiento de la propia realidad que termina por establecer un reconocimiento en perspectiva de la propia realidad. Y quizás lo más interesante de tu pregunta es que cuando uno se reconoce viéndose a sí mismo desde afuera, quizás se reconoce también en su dimensión histórica, que es una de las dimensiones con las cuales creo que tenemos que seguir trabajando mucho los latinoamericanos porque en parte nos falta. Es decir, vernos a nosotros mismos, no sólo en el aquí y en el ahora, sino vernos en el ayer y en el mañana, y aquí está lo útil, esto es lo que justifica que se haga.
Entrevista: Josué Méndez
Transcripción: Mary Panta
Edición: Rodrigo Portales
Realizada durante el XV Festival de Cine Latinoamericano de Providence, Rhode Island, Mayo 2006.
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